Nos acostumbraron a ponerle nombre a todo para hacerlo más “serio”, para apropiarnos de la vida de alguien más; a ser amigos, novios, esposos, pero nunca a no ser “nada”, a ser “algo”, a vivir y ya.
Verraca
crisis la que le entra a un par cuando no definen que son, aunque sean todo…
verraca incertidumbre la que te empieza a hacer temblar cuando no sabes si
está, aunque te esté abrazando la vida.
No
somos nada y ahí estamos, hablando desde que empieza el día hasta que se
esconde la última luz del cuarto, entregándonos los fines de semana,
poniéndonos nerviosos con cada conversación, y es que esa es la magia del “amor”,
disfrutarlo todo aunque mañana digamos que no vale la pena y sin embargo estemos
recordándolo con un trago y cantando a grito herido esa canción que bailamos juntos
la primera vez que salimos (y no vengan a negar que se acuerdan de esas cosas).
Aprendí
a quererlo así, lejos, de a poquitos, sin entregarlo todo porque qué miedo, con
sus ires y venires, con sus “hasta ma ñana mi
amor” o con sus silencios eternos. Nunca me acostumbré a pensarlo con alguien
más -aunque la tuviera-, a besarle la boca con mesura, a no recostarme en su pecho
solo para no olvidar ese perfume jamás.
Nunca
supe con quién más discutir la situación del país, reírnos de los “enamorados
de la vida” y alegar de la falta de dinero que al final no importaba si nos
teníamos. Nunca supe donde refugiarme de tanto dolor, donde depositar tanta
alegría, donde ser, sin necesidad de parecer. Hoy
no sé nada y tampoco lo necesito; ni a él, ni a la certeza de que alguna vez
esto fue. Creo que ya se acabó, pero por si acaso, gracias por enseñarme a ser nada, por estar, por irte,
por no ponerle nombre a esto así nunca dejaremos de serlo.
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